Milagros bajo el microscopio: la química y la fe en tiempos modernos.

«La ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega» – Albert Einstein.

Hace apenas unos días, en mi post del Día de la Hispanidad, celebraba el Premio Nobel de la Paz concedido a María Corina Machado, símbolo de liderazgo y lucha por la democracia en Latinoamérica. Hoy, 19 de Octubre, Venezuela vuelve a brillar desde otro lugar: el Vaticano ha canonizado a José Gregorio Hernández y a Carmen Rendiles, dos venezolanos que encarnan la unión entre la fe, la vocación y el conocimiento.

Los hoy canonizados: el llamado «médico de los pobres» y una monja educadora, los primeros venezolanos declarados santos por el Vaticano. Vía Conferencia Episcopal Venezolana.

José Gregorio Hernández, médico, científico e investigador, fue quién llevó la medicina moderna y la química de laboratorio a Venezuela, convencido de que la ciencia también podía ser un acto de amor. La madre Carmen Rendiles, fundadora de las Siervas de Jesús, dedicó su vida a la educación demostrando que la santidad también puede hallarse en lo cotidiano.

No me considero religiosa en lo absoluto, pero sí quizás, espiritual. Creo que existen cosas que van más allá de toda lógica, esas “coincidencias” que no se pueden medir ni explicar del todo. Me atrae ese espacio donde la ciencia roza el misterio y la razón se abre a lo invisible. Y quizás por eso me fascina esta sincronía: un Nobel de la Paz y dos canonizaciones casi al mismo tiempo, reconocimientos diferentes, pero unidos a su vez, quizás por una energía de cambio. Tal vez sea el azar o el inicio de una transformación más profunda, una señal de que Venezuela empieza a reordenar su rumbo desde la fe, la ciencia y el espíritu.

Inspirada en esta sincronía, hoy quiero detenerme en ese punto donde el laboratorio se confunde con un altar y la química se convierte en metáfora de lo divino. A continuación, cinco ejemplos de cómo la fe y la ciencia se entrelazan, demostrando que, incluso bajo el microscopio, el misterio sigue presente.

El fósforo de Bolonia.

A comienzos del siglo XVII, un zapatero-alquimista de Bolonia llamado Vincenzo Cascariolo descubrió, casi por accidente, una piedra que brillaba en la oscuridad. Al calentar barita (sulfato de bario) con carbón, obtuvo un material que absorbía la luz solar y luego la emitía por la noche. Los vecinos la llamaron ”la piedra que guarda el sol”

Durante mucho tiempo se creyó que era un mineral mágico, capaz de retener la energía divina o celestial. Filósofos y alquimistas viajaron para verla con sus propios ojos, y su luminiscencia fue interpretada como signo de vida o presencia sobrenatural.

El fósforo de Bolonia se refiere a la piedra fosfórica de Bolonia, un mineral de barita (BaSO4) que, tras ser calentado (calcinado), emite una fosforescencia duradera.

Siglos más tarde, la ciencia explicó el fenómeno como fosforescencia, resultado de una alteración química que atrapaba la energía lumínica y la liberaba lentamente.

El fósforo de Bolonia marcó el inicio de la química de los materiales luminiscentes y demostró que lo que antes se consideraba como “fuera de este mundo” podría, en realidad, ser el nacimiento de una nueva ciencia. Una metáfora perfecta de cómo la curiosidad humana transforma el asombro en conocimiento.

El “Árbol de Diana” y los jardines químicos.

En el siglo XVII, los alquimistas descubrieron un experimento muy interesante: al mezclar nitrato de plata con mercurio, dentro del recipiente empezaban a formarse ramas metálicas que crecían lentamente, como si la plata “floreciera”. El químico inglés Robert Boyle, uno de los padres de la química moderna, lo reprodujo y lo bautizó como el “Árbol de Diana”, en honor a la diosa romana de la pureza, símbolo de lo perfecto e inalcanzable. Aquel “crecimiento” se debía en realidad a una reacción de desplazamiento metálico, en la que los iones de plata son reducidos por el mercurio, dando lugar a estructuras dendríticas que parecen vivas.

Un «árbol de Diana». Vía thoughtco.com.

Siglos más tarde, los químicos del siglo XIX observaron algo similar al verter sales metálicas en silicato sódico: surgían tubos y columnas de colores que se extendían como corales. Esas formaciones las llamaron jardines químicos, y hoy se sabe que nacen de procesos de osmosis y precipitación que generan membranas semipermeables en constante expansión.

Ambos experimentos, separados por siglos pero unidos por la misma fascinación, mostraron como la materia puede imitar a la vida y la manera en que la ciencia a veces parece rozar lo mágico.

El misterio del agua y la intención.

Al ser consagrada en rituales religiosos, una simple sustancia compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, adquiere un valor simbólico que trasciende su composición química. A pesar de que los análisis de laboratorio confirman que no difiere del agua común, el acto de consagrarla la transforma culturalmente: miles de personas aseguran sentir paz, alivio o incluso sanación al entrar en contacto con ella.

El Dr. Masuru Emoto y su peculiar hallazgo.

En la línea que conecta el H2O con las sensaciones, está el investigador japonés Masaru Emoto, quién propuso que las emociones y la intención humana podrían influir en la estructura molecular del agua, modificando la forma en que cristaliza al congelarse.

Aunque sus experimentos siguen siendo objeto de debate, dieron pie a par de interrogantes: ¿es posible que la materia responda a la energía del pensamiento o de la fe? ¿Es la frontera entre lo físico y lo espiritual más delgada de lo que creemos?

El fuego griego.

Tenemos aquí a lo que fue una de las armas más temidas del imperio bizantino. Sus llamas ardían incluso sobre el agua y parecían imposibles de extinguir. Los cronistas lo describían como un don celestial: el fuego que obedece solo a los justos, una forma de decir que el fuego protegía a los defensores de la fe y castigaba a los enemigos del imperio.

Así era el fuego griego: arma más poderosa del Imperio Bizantino. Vía agenciasinc.es.

Más allá de la leyenda, su composición química incluía nafta, cal viva, resinas y azufre, una combinación tan avanzada para su tiempo que parecía magia. Aún hoy se considera un hito de la química empírica, pero también un símbolo de la frontera entre conocimiento y misterio.

Milagros médicos y análisis del cuerpo.

En los procesos de canonización, el Vaticano convoca comisiones científicas para estudiar los milagros con rigurosidad. Se analizan tejidos, se revisan resonancias, se realizan estudios histológicos y bioquímicos. La idea no es desacreditar la fe, sino entender el milagro con los ojos de la ciencia.

Uno de los casos más emblemáticos atribuidos a José Gregorio Hernández, es el de Yaxury Solórzano Ortega, una niña venezolana que en 2017 sobrevivió a un disparo en la cabeza con daño cerebral severo. Los médicos diagnosticaron pronóstico irreversible, pero semanas después recuperó la movilidad, el habla y la vista sin secuelas. Los estudios clínicos confirmaron la regeneración del tejido nervioso sin intervención quirúrgica ni medicación experimental.

«Mural» con el rostro del médico José Gregorio Hernández pintado en la zona de Petare, una de las barriadas más emblemáticas de Caracas, Venezuela, con motivo de su inminente canonización. Vía: EFE/ Ronald Peña.

Este hecho fue examinado por la Congregación para las Causas de los Santos, que lo declaró “curación científicamente inexplicable”, convirtiéndose en el milagro reconocido oficialmente para la beatificación de José Gregorio Hernández en 2021. Años después, el 2 de febrero de 2025, el Papa Francisco autorizó su canonización, reconociendo la magnitud de su legado y la profunda devoción popular que lo rodea. Aún cuando hay muchos otros casos en estudio, el de Yaxury sigue siendo el más simbólico y, quizás hasta, el más documentado: una historia donde la bioquímica no basta y el misterio del cuerpo humano vuelve a recordarnos que la fe y la ciencia, a veces, pueden sanar juntas.

Más allá de altares, laboratorios y milagros que la ciencia aun no logra explicar, tenemos como la química y la fe, tan distintas en apariencia, nacen del mismo impulso de comprender la transformación, ya sea de la materia o del alma. Desde el brillo del fósforo de Bolonia hasta la curación milagrosa de una niña que desafiaba toda posibilidad médica, lo que persiste es el asombro: esa chispa que une al creyente, al científico y al soñador.

Esa misma chispa que parece hoy ilumina a Venezuela, como una sincronía de esperanza que invita a creer que el cambio no siempre comienza en los gobiernos, sino en las almas que deciden mirar el mundo con curiosidad, compasión y fe.

Y hasta aquí el místico post de hoy, como siempre les digo, muchas gracias por estar ahí, y… ¡Hasta la próxima!

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