La ilusión de lo natural: lo que la química sabe y el marketing oculta…

“Tú y yo somos tan continuos con el universo físico como una ola lo es con el océano” – Alan Watts.

Cuando una etiqueta promete un sabor «natural», solemos imaginar campos, flores, frutas frescas y procesos artesanales. Esa palabra evoca pureza, autenticidad y una conexión directa con la tierra. Sin embargo, para la química, no se trata de una esencia sagrada, sino de una forma de origen: un modo de describir de dónde proviene una sustancia, no qué tan «pura» es.

¿Qué significa realmente «natural»?

Y es que lejos de enfrentarse, naturaleza y laboratorio comparten el mismo lenguaje: el de la transformación. Ambos operan bajo las mismas leyes físicas, solo difieren en el método, la escala y la intención. A continuación te cuento cómo la química redefine lo que entendemos por “natural”, y por qué el marketing ha convertido ese término en una de la ilusiones más rentables del siglo XXI.

Lo natural según la química (y no el marketing).

La legislación europea define «sabor natural» como aquel en el que al menos el 95% de los componentes proviene de una fuente natural, aunque los procesos de extracción o modificación sean químicos. En Estados Unidos, la Food and Drug Administration (FDA) define los sabores naturales de forma más amplia: cualquier sustancia aromática derivada de una planta, especia, fruta, verdura, carne o proceso de fermentación, siempre que su función principal sea «dar más sabor» y no nutrir.

En contraste, en otros países como Japón y Australia, la normativa no siempre distingue entre compuestos naturales y los idénticos a los naturales (químicamente equivalentes obtenidos por síntesis), lo que muestra que los criterios varían según la región y la interpretación regulatoria.

En el mundo de la química, una molécula es la misma independientemente de su procedencia, es decir, tiene exactamente la misma estructura y propiedades sin importar si proviene de una planta o se ha sintetizado en un laboratorio. La diferencia está en el contexto: una surge de procesos biológicos y otra, de procesos diseñados por el ser humano.

Vainilla: sostenibilidad y equilibrio ambiental.

El aroma de vainilla es uno de los más reconocibles del planeta y también uno de los más reveladores. El 99% de la “vainilla” que se comercializa (y que consumimos), no proviene de la planta Vanilla planofolia, sino de vainillina sintética, una molécula idéntica a la natural.

Extracto de vainilla y la molécula de vainillina. Vía hive.blog y wikipedia.

El cultivo tradicional exige grandes superficies, polinización manual y un largo período de curado, lo que encarece el proceso y afecta los ecosistemas involucrados. La síntesis química ofrece el mismo aroma con menor impacto ambiental, producción estable y precios accesibles.

Cabe destacar que la vainillina obtenida en laboratorio reproduce el núcleo del aroma, con lo que la diferencia no está en la molécula en sí, sino en su riqueza aromática: la vainilla natural contiene más de doscientos compuestos que aportan notas florales, amaderadas y especiadas, mientras que la versión sintética ofrece un perfil más limpio, intenso y uniforme. Cada una cumple su propósito, solo que una lo hace con mayor complejidad y la otra con mayor sostenibilidad. Y en ningún caso hay aporte nutritivo, sino netamente sensorial.

Mantequilla: control de pureza y seguridad alimentaria.

El diacetilo es el compuesto responsable del olor y sabor característico de la mantequilla. En su forma natural aparece durante la fermentación de la leche, pero ese proceso es lento, costoso y variable. En el laboratorio, puede producirse de forma controlada, con pureza constante y sin riesgo de contaminación microbiana.

El diacetilo es el responsable del olor y sabor a mantequilla o palomitas de maíz, presente en la mantequilla (se usa como saborizante artificial) y en la cerveza.

La síntesis garantiza una dosis segura y estable, evitando picos de concentración que pueden resultar tóxicos si se inhalan en grandes cantidades. Así, la versión sintética no degrada la calidad del producto, sino que aumenta la seguridad y la consistencia sensorial. Y como ocurre con otros aromas, no aporta nutrientes: su papel es reforzar la experiencia gustativa, no la alimenticia.

Frambuesa: accesabilidad y conservación de recursos.

El metil antranilato es la molécula que recrea el sabor de la frambuesa y la uva. En la naturaleza se encuentra en cantidades ínfimas en flores de jazmín, azahar o uvas tipo Concord, lo que haría necesaria la recolección de toneladas de materia prima para obtener apenas unos gramos de aroma. Este método sería insostenible, ya que supone un enorme gasto de agua, energía y superficie agrícola.

Producirlo en un laboratorio permite obtener la misma molécula sin agotar recursos naturales ni generar residuos, reduciendo además su costo y huella ecológica. El resultado es el mismo sabor, disponible a gran escala y con un impacto ambiental mínimo. Y, como en los casos anteriores, no alimenta, solo «despierta los sentidos».

Antranilato de Metilo, compuesto de origen natural extraído de las uvas. Vía Bio Derivados.

Estos ejemplos muestran con claridad como la química puede ser una aliada de la naturaleza. Hay muchos otros casos, desde el limonelo del aroma cítrico hasta las moléculas que dan sabor a café o cacao, pero estos tres bastan para ver que la ciencia no es que simplemente «imita» a la naturaleza: la complementa y puede incluso ayudar a preservarla.

Nutrición y ética: el valor real de lo natural.

Uno de los grandes mitos alimentarios es que «natural» equivale a «nutritivo». En realidad, la estructura química de un compuesto determina su función, no su origen. Por ejemplo, la vitamina C extraída de una naranja y la fabricada en un laboratorio son idénticas: el cuerpo humano no distingue su procedencia. Sin embargo, cuando proviene de alimentos enteros, llega acompañada de fibra, flavonoides y otros compuestos bioactivos que aportan beneficios complementarios. ¿Qué significa esto? Pues muy simple: los alimentos naturales son valiosos no por una molécula aislada, sino por el conjunto de interacciones que contienen.

Esa diferencia de contexto, entre una sustancia aislada y un sistema complejo, también explica la confusión con los sabores. En este caso, ya sean naturales o artificiales, no aportan beneficios nutricionales; su función, como ya se ha dicho anteriormente, es sensorial, no alimenticia. Por eso, incluso los sabores naturales están regulados por la FDA como aditivos no nutritivos.

Pero el debate no se detiene en el cuerpo: también alcanza el entorno. La demanda global de ingredientes “naturales” ha impulsado la deforestación, el sobrecultivo y la explotación de especies vegetales. La paradoja es clara: cuanto más buscamos lo natural, más presionamos a la naturaleza. La síntesis química, en cambio, puede aliviar esa carga al generar equivalentes moleculares con mucho menos impacto ambiental.

Molécula de ácido ascórbico, mejor conocido como Vitamina C. Vía Misohi Nutrición.

Esta confusión no solo tiene consecuencias sobre los ecosistemas, sino también en el plano cultural. Como advierte un análisis del Food and Drug Law Journal, la ambigüedad del etiquetado beneficia más al marketing que a la información científica, alimentando percepciones erróneas sobre lo que realmente significa «natural».

En última instancia, lo ético y lo sostenible convergen. El bienestar no depende del origen de una sustancia, sino de sus efectos reales, tanto sobre nuestra salud como sobre el planeta.

Naturaleza, laboratorio y percepción.

Lo natural y lo artificial no son polos opuestos, sino capítulos del mismo relato. Todo lo que existe, ya sea que surja de un bosque o de un laboratorio, obedecen a las mismas leyes: cambia, reacciona y se transforma. La diferencia está en la intención: la naturaleza actúa por equilibrio; el ser humano, por propósito. Pero ambos impulsos coinciden en lo mismo: continuidad, permanencia, vida…

Así que la próxima vez que veas un envase con la etiqueta “sabor natural”, recuerda que detrás hay una historia de química, percepción y lenguaje, y que lo verdaderamente artificial no está en los compuestos, sino en las fronteras que trazamos entre el mundo y nosotros mismos. Aceptar que la ciencia es una extensión de la vida es entender que la distinción entre ambas siempre fue una ilusión.

Para cerrar, y como siempre, decirles que gracias leerme, gracias por estar ahí, y…. ¡Hasta la próxima!

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